domingo, 25 de mayo de 2014
San Pablo en el Areópago de Atenas
LECTURAS:
Hechos 17: 22-31
I Pedro 3: 8-18
San Juan 15: 1-8
En la primera lectura de hoy, encontramos a San Pablo predicando a Cristo en el Areópago de Atenas. Destacan dos afirmaciones distintas pero complementarias. La primera es que a Dios lo encontramos ya en la misma naturaleza y en el interior de nosotros mismos: “en Él vivimos, nos movemos y existimos”. Dios es inmanente, pudiéramos decir. Por otro lado, la segunda afirmación, que provoca el rechazo de los atenienses, es que Dios se manifiesta también, de un modo más explícito, mediante hombres a los que constituye como mediadores. En concreto, ahora se ha manifestado mediante “un hombre”, Cristo, al que ha justificado ante los otros hombres habiéndolo resucitado.
San Pedro, en la segunda lectura, nos habla de la importancia de bendecir. La bendición, ‘decir bien’, está unido al ‘hacer bien’ y a la propia felicidad. El que busca la felicidad “guarda su lengua del mal”, como dice el salmo que San Pedro cita. La bendición engendra paz. En cambio, el que maldice introduce la infelicidad o amargura en sí mismo. Tanto la bendición como la maldición tienen un “efecto boomerang”. El que bendice recibe bendición. El que maldice recibe maldición. También recuerda el apóstol que hacer el bien comporta sufrimiento, lo cual parece contradictorio con lo anterior. Pero es que el sufrimiento que se acepta por hacer el bien es camino de perfección y por tanto de felicidad profunda.
Cristo se compara a sí mismo con la vid y a nosotros con los sarmientos que están unidos a la vid. Esto indica que el auténtico camino de perfección y de felicidad humanas se encuentra en el mismo Cristo. Sólo en Él es posible para un ser humano permanecer en la justicia. “Sin mí no podéis hacer nada.” Sólo cuando estamos unidos a Cristo producimos los frutos de humanidad que otros podrían esperar de nosotros. Cuando estamos unidos a Cristo y producimos buenos frutos estamos además mostrando al mundo que Cristo ha resucitado, que no es un “hombre cualquiera” sino el Hijo de Dios Encarnado, por lo mismo “plenamente hombre”. Y así adquiere pleno sentido el anuncio que San Pablo hacía a los atenienses de la Resurrección de Cristo.
Elaborado por Javier Moreno