sábado, 11 de junio de 2016

Jesús y el Nuevo Templo de Dios

LECTURAS;
1 Reyes 8: 22-30, 41-43
Salmo 96
Gálatas 1: 1-10
EVANGELIO:  San  Lucas 7: 1-10

Jesús y la Fe del Centurión

En el Tiempo Ordinario (después de Trinidad) la Liturgia nos embarca en un recorrido amplio a través de las enseñanzas de Jesús y de sus acciones llenas de poder, como sucede en el pasaje evangélico de hoy.

Dios prometió a David que "le permitiría" construir una Casa (el Templo de Jerusalén) edificado efectivamente por su hijo Salomón y que tantas vicisitudes ha experimentado a lo largo de la Historia…. Pero en la promesa hay también el anuncio de un descendiente suyo que reinaría para siempre, así como una misteriosa afirmación: "seré para él  como padre y él me será para mí un hijo" (1 Crónicas 17:13) que obviamente los cristianos interpretamos, con visión profética, como una alusión a la filiación divina de Jesucristo.

La lectura de 1 Reyes nos garantiza, en base al pacto de Dios con David y con su hijo Salomón, que el Templo será el lugar de una presencia privilegiada de Dios: para escuchar la oración de su Pueblo, para perdonar sus pecados, para sanar sus dolencias, etc. Y también para acoger, en igualdad de consideración, "al extranjero que no es de tu pueblo Israel y viene de lejanas tierras a causa de tu Nombre" ( v. 41).

Por eso, no nos debería extrañar la acogida de Jesús al centurión romano, un prosélito que ama y confía en el Dios de Israel, el único Dios verdadero (pudiéndose considerar los "otros dioses" como fragmentarias y, muchas veces, arbitrarias representaciones de algunos de sus atributos).

Es en este contexto de acogida, en el que Jesús alaba la fe del centurión romano, mucho mayor que la de los israelitas. Este episodio nos debe  llevar a considerar los signos de Dios, que en bastantes ocasiones entran en contradicción con nuestros criterios humanos. No sólo - evidentemente - en los Evangelios, sino también en nuestras propias vidas.

A ello deberíamos también unir la advertencia contenida en Gálatas1-10, en el sentido de que no debemos buscar la aprobación de los hombres, sino la de Dios.

De todo ello se deduce que el creyente debe, para ser siervo de Cristo, recorrer caminos que, en bastantes ocasiones, resultarán incomprensibles a los ojos de los hombres, pero contando siempre con la promesa de que en ellos se harán visibles las maravillas de Dios.


Elaborado por José Luis MiRA Conca